Capítulo XI

Enero de 1636. Las tropas imperiales ame­nazan la ciudad evangélica de Hale. Las piedras comienzan a hablar. Madre Coraje pierde a su hija y sigue sola su marcha. Y falta mucho aún para que la guerra termine.

La escena muestra la carreta, en muy mal estado. Está al lado de una casa cam­pesina de enorme techo de paja. De entre la maleza salen un ALFÉREZ y tres SOL­DADOS, todos con pesadas armaduras.

Alférez. Lo que no quiero es ruido. Al que grite le cla­varéis la pica.

Primer Soldado. Pero debemos golpear y llamarlos, si hemos de conseguir algún guía.

Alférez. Golpear es un ruido natural. Podría ser una vaca que embiste las paredes de su cuadra.

(Los soldados llaman a la puerta de la casa campesina. Abre una labriega. Le tapan la boca. Dos soldados se meten dentro de la casa).

Una voz de hombre adentro. ¿Qué hay?

(Los soldados conducen afuera a un campesino y a su hijo).

Alférez. (Señala la carreta, donde se hizo presente Ca­talina) . Allí hay otra. (Un soldado la arrastra afuera). ¿Sois todos los que vivís aquí?

Los campesinos. Este es nuestro hijo y ésa es una muda. Su madre fue a la ciudad para comprar mercancías para su cambalache, porque hay muchos que están huyen­do y venden barato. Son gentes errantes, cantineras.

Alférez. Os advierto que os mantengáis quietos; si no, al menor ruido hay picas sobre vuestras calabazas. Y ne­cesito alguien que nos muestre el sendero a la ciudad. (Se­ñala al campesino joven). ¡Eh, tú, ven!

Campesino joven. Yo no conozco sendero alguno.

Segundo soldado. (Burlándose). ¡Él no conoce sendero alguno...!

Campesino joven. Yo no sirvo a los católicos.

Alférez. (Al segundo soldado). ¡Le metes la pica en­tre las costillas!

Campesino joven. (Obligado a ponerse de rodillas y amenazado con la pica). Ni aunque me maten lo haré.

Primer soldado. Sé como hacerle entrar en razón. (Se acerca a la cuadra). Dos vacas y un buey. Oye: si no quie­res entrar en razón, te bajo las bestias a sablazos.

Campesino joven. ¡Las bestias no!

Campesina. (Llora). Señor Capitán, respetad a nues­tras bestias, que si no nos moriremos de hambre!

Alférez. Muertas están si sigue con su testarudez.

Primer soldado. Comienzo por el buey.

Campesino joven. (Al viejo). ¿Debo hacerlo? (La Cam­pesina asiente). Lo haré.

Campesina. Y muy agradecida, señor Capitán, por­que nos haya eximido, por sécula seculórum amen.

(El Campesino impide a la Campesina seguir agradeciendo).

Primer soldado. Como si yo no supiese que para ésos, por sobre todas las cosas, está el buey.

(Conducidos por el Campesino joven, el Alférez y los Soldados continúan su camino).

Campesino. Quisiera saber qué cosa intenta. Nada bueno ha de ser.

Campesina. Quizá no estén sino de reconocimiento. ¿Qué haces?

Campesino. (Arrima una escalera al techo y sube). Quiero ver si vinieron solos. (Arriba). Algo se mueve en la maleza. Veo algo que se extiende hasta la cantera. Y en el claro también hay gentes con corazas. Y un cañón. Esto es más que un regimiento. Dios se apiade de la ciudad y de todos los que están en ella.

Campesina. ¿Hay luz en la ciudad?

Campesino. Nada. Allí duermen todos. (Baja). Si lle­gan a entrar los pasan a cuchillo a todos.

Campesina. El centinela, los descubrirá a tiempo.

Campesino. El centinela, que está de vigía allá arri­ba en el torreón sobre la ladera, deben de haberlo pasado a mejor vida. Si no, hubiese soplado su cuerno.

Campesina. Si fuésemos más de los que somos...

Campesino. Solos como estamos, aquí arriba, y con na­die fuera de esa achaparrada.

Campesina. Te parece que no podemos hacer nada...

Campesino. Nada.

Campesina. Podríamos corrernos hasta allá, en medio de la noche.

Campesino. Bajando por la ladera, todo está lleno de ellos. Ni siquiera podríamos dar una señal.

Campesina. ¿Para que aquí arriba también nos mata­sen?

Campesino. Sí, no podemos hacer nada.

Campesina. (A Catalina). ¡Reza, pobre animal, re­za! No podemos hacer nada contra el derramamiento de sangre. Aunque no puedas hablar, al menos puedes rezar. Aquél te oye, ya que nadie te oye. Yo te ayudaré. (Se arro­dillan todos, Catalina detrás de los campesinos). ¡Padre nuestro que estás en el cielo: oye nuestro ruego; no per­mitas que la ciudad perezca con todos los que están dentro y duermen y no saben de nada! ¡Despiértalos, para que se levanten y vayan sobre la muralla y vean cómo se vienen encima de ellos con picas y cañones, en medio de la no­che, por el prado, bajando por la ladera! (Volviéndose a Catalina). ¡Protege a nuestra madre, y haz que el guar­dián no se esté durmiendo y se despierte, porque, si no, será demasiado tarde! Ayuda también a nuestro cuñado; está adentro con sus cuatro hijos; no permitas que perezca; son inocentes y no saben de nada! (A Catalina, que está gimiendo). Uno todavía no tiene dos años, el mayor tiene siete. (Catalina se levanta trastornada). ¡Padre nuestro: escúchanos, porque sólo Tú puedes dar ayuda, a nosotros nos matarían, porque somos débiles, y no tenemos picas ni nada, y no podemos atrevernos a nada y estamos en Tu mano con nuestras bestias y nuestra alquería toda y así también lo está la ciudad, también ella está en Tu mano, y el enemigo está ante sus murallas con gran poder!

(Inadvertida, Catalina se ha acercado sigilosamente a la ca­rreta y sacado de ella algo que guarda bajo su delantal. Lue­go sube, por la escalera, al techo de la casa).

Campesina. ¡Recuerda a los niños que están amenaza­dos, sobre todo a los más chicos, y a los ancianos, que no pueden moverse, y a toda criatura!

Campesino. ¡Y perdónanos nuestros pecados así como nosotros perdonamos a nuestros deudores! ¡Amén!

(Sen­tada sobre el techo, Catalina comienza a batir el tambor, que ha sacado de debajo de su delantal).

Campesina. ¡Jesús! ¿Qué está haciendo ésa?

Campesino. ¡Ha perdido el juicio!

Campesina. ¡Hazla bajar, pronto!

(El Campesino corre hacia la escalera, pero Catalina la sube al techo).

Campesina. ¡Nos acarrea la desgracia!

Campesino. ¡Deja de golpear en el acto, desgraciada!

Campesina. ¡Los imperiales se nos vendrán encima!

Campesino. (Buscando piedras en el suelo). ¡Que te apedreo!

Campesina. ¿No tienes compasión? ¿No tienes corazón? ¡Estamos perdidos, cuando nos vengan encima! ¡Nos acu­chillan a todos!

(Catalina mira a lo lejos, en dirección de la ciudad, y sigue batiendo el tambor).

Campesina. (Al viejo) ¡Siempre te lo dije: no permi­tas que esa gentuza viva aquí con nosotros! ¡Qué les im­porta a ellos si nos arrean el último ganado!

Alférez. (Viene corriendo con el Campesino joven). ¡Os destrozo a todos!

Campesina. ¡Señor oficial, somos inocentes, no tenemos la culpa! ¡Se ha subido en secreto! ¡Es una forastera!

Alférez. ¿Dónde está la escalera?

Campesino. Arriba.

Alférez. (Hacia arriba). Te ordeno arrojar el tambor!

(Catalina sigue batiendo).

Alférez. ¡Os habéis confabulado todos! ¡Esto me lo vais a pagar!

Campesino. ¡Allí enfrente, en el monte, hay pinos tala­dos! ¡Podríamos buscar un tronco y hacerla bajarse a empellones!

Primer soldado. (Al Alférez). Permiso para propo­ner algo. (Dice algo al oído del Alférez. Este asiente). Oye, te hacemos una proposición por las buenas. Bájate y

acompáñanos a la ciudad, yendo delante de nosotros. Mués­tranos a tu madre y no le haremos daño.

(Catalina sigue golpeando).

Alférez. (Empuja brutalmente al Soldado). No te tie­ne confianza. No es de asombrar, con la facha que tie­nes. (Grita hacia arriba). ¿Y si yo te doy mi palabra? ¡Soy oficial y tengo una palabra de honor!

(Catalina golpea con fuerza creciente).

Alférez. ¡Para ésta no hay nada sagrado!

El campesino joven. No es sólo por la madre, señor Oficial.

Primer soldado. Esto no puede seguir mucho tiempo. En la ciudad deben oírlo.

Alférez. Debemos hacer algún ruido que sea más fuerte que el tambor. ¿Con qué podemos hacer ruido?

Primer soldado. ¿No decían que no debemos hacer nin­gún ruido?

Alférez. Un ruido inocente, mentecato. Uno que no sea guerrero.

Campesino. Podrían partir leña con el hacha.

Alférez. Parte, pues, leña. (El Campesino busca el ha­cha y golpea un tronco). ¡Golpea más, más! ¡Estás golpean­do por tu vida!

(Catalina lo ha oído, batiendo con menos fuerza. Inquieta, mira a su alrededor y sigue golpeando).

Alférez. (Al Campesino). Demasiado débil... (Al Pri­mer Soldado). Golpea tú también.

Campesino. Sólo tenemos un hacha.

(Deja de golpear).

Alférez. Debemos incendiar la alquería. Debemos ahu­marla.

Campesino. No tiene sentido, señor Capitán. Si en la ciudad ven el fuego, se dan cuenta de todo.

(Mientras gol­pea, Catalina ha estado escuchando. Ahora ríe).

Alférez. Se está riendo de nosotros. ¡Mírala! ¡No lo aguanto más! ¡La bajaré de un tiro, aunque se pierda todo! Id a buscar la carabina.

(Dos soldados salen corriendo. Catalina sigue golpeando el tambor).

Campesina. Ya está, señor Capitán. Allí enfrente está su carreta. Si se la destruímos, terminará. No tiene otra cosa que la carreta.

Alférez. (Al Campesino joven). Destrúyela. (Hacia arriba). ¡Te destruímos tu carreta si no acabas con el tam­bor!

(El Campesino joven da algunos golpes leves contra la carreta).

Campesina. ¡Acaba, bestia!

(Mirando desesperadamen­te la carreta, Catalina articula rudos lamentos, pero sigue golpeando...).

Alférez. ¿Cuándo llegarán estos bribones de mierda con la carabina?

Primer soldado. En la ciudad no deben de haber oído nada. Si no, ya oiríamos la artillería.

Alférez. (Hacia arriba). ¡Ni siquiera te oyen! ¡Y ahora te bajamos de un tiro! Por última vez: ¡arrójanos el tam­bor!

El Campesino joven. (Arroja de pronto el garrote). ¡Si­gue batiendo no más! ¡Sigue, batiendo! ¡Si no, mueren to­dos! ¡Sigue, sigue batiendo!...

(El Soldado le arroja a tie­rra y le golpea con la pica. Catalina llora, pero sigue golpeando).

Campesina. ¡No golpees la espalda! ¡Santo Cielo, me lo están matando!

(Vienen corriendo los soldados, trayendo la carabina).

Segundo soldado. ¡El Coronel tiene espuma en la boca, Alférez! ¡Vamos a parar todos al Tribunal Militar!

Alférez. ¡Apunta! ¡Apunta! (Hacia arriba, mientras la carabina es colocada en la horquilla). Por última vez: ¡deja de golpear! (Catalina llora, pero golpea con cuanta fuerza puede). ¡Fuego! (Los soldados disparan. Herida, Catalina da aún unos cuantos golpes y lentamente se des­ploma). ¡Se acabó el tamborileo!

(Mas los últimos golpes de Catalina son relevados por el cañonazo desde la ciudad. De lejos se oye un confuso tañer a rebato y el retumbar de los cañones).

Primer soldado. ¡Lo logró!